“Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba
los Estados. En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su
virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral
de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad.
La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de
honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión
benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados. El
sacerdocio y el imperio vivían unidos en mutua concordia y amistoso consorcio
de voluntades. Organizado de este modo, el Estado produjo bienes superiores a
toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de estos beneficios y quedará
vigente en innumerables monumentos históricos que ninguna corruptora habilidad
de los adversarios podrá desvirtuar u oscurecer. Si la Europa cristiana domó
las naciones bárbaras y las hizo pasar de la fiereza a la mansedumbre y de la
superstición a la verdad; si rechazó victoriosa las invasiones musulmanas; si
ha conservado el cetro de la civilización y se ha mantenido como maestra y guía
del mundo en el descubrimiento y en la enseñanza de todo cuanto podía redundar
en pro de la cultura humana; si ha procurado a los pueblos el bien de la
verdadera libertad en sus más variadas formas; si con una sabia providencia ha
creado tan numerosas y heroicas instituciones para aliviar las desgracias de
los hombres, no hay que dudarlo: Europa tiene por todo ello una enorme deuda de
gratitud con la religión, en la cual encontró siempre una inspiradora de sus
grandes empresas y una eficaz auxiliadora en sus realizaciones.”
(CARTA
ENCÍCLICA IMMORTALE DEI DEL SUMO PONTÍFICE LEÓN XIII SOBRE LA CONSTITUCIÓN
CRISTIANA DEL ESTADO)